LOS OJOS ENCENDIDOS

“Las madres sueñan con troncos difíciles de enderezar porque a los hijos buenos no los quiere nadie. Son aburridos”

Cierras el libro al acabar aquel párrafo tan aplastante y te preguntas de dónde ha sacado tu abuela todas esas revistas viejas tan distintas a los libros del colegio donde se habla sólo de gente irreal de la época de Verne. Junto a tu cama una caja llena de revistas del Reader’s Digest aún por leer, unas cuantas Apsis y fanzines contra la dictadura de Pinochet. A veces piensas que te estás achicharrando el cerebro, pero te da igual. ¡Hay poco tiempo para aprender! Luego de las revistas de política vendrán las revistas de sucesos sensacionalistas que hablan se seres humanos deformes que lograron triunfar sin cambiar nada de su aspecto. Toda una lección de vida para todos los chicos y chicas del colegio que creen que en la vida no hay que destacar sobre el resto.

Mañana, en el colegio, todos se reirán de ti cada vez que abras la boca para hablar de cosas raras que no interesan a nadie. A los muchachitos de hoy no le gusta los temas de los que hablas en el recreo. Ya me lo ha dicho tu profesora jefe, pero yo no la oigo. Tú eres mi hijo y defenderé tu curiosidad natural hasta el fin de los tiempos, hasta cuando las piernas no me respondan y ya los ojos no me dejen verte. A ti siempre te interesó la vida de aquellos que salían en los libros y las revistas: los Quijotes, las princesas, los dragones, los niños delincuentes que caen a la cárcel, la niña colombiana que resistió hasta la muerte sepultada por el barro de un aluvión, la mujer esquimal que crió a un niño americano que la olvidó, se hizo piloto de avión, se fue lejos y volvió sobrevolando el iglú para ver desde el cielo cómo se vería su madre corriendo detrás del avión como una hormiguita. Estas historias no le interesan a nadie ni las que ensalzan la imaginación. En los tiempos que corren sólo importa lo que ayuda a los niños a pasar rápido de niño a adolescente rompe corazones. Con las niñas más de lo mismo, ni acercarse, pero ellas te importan poco. Tú tampoco les importas, de hecho ni siquiera han reparado jamás en tu presencia en uniforme. Las niñas siempre  están pendientes de otras cosas: de cómo viste aquel, de la última canción de tal, de a quién quieren besar, con quién se quieren casar, de quién les ama y de quién no, de las piernas de aquel otro que juega al basket y de las del  profesor nuevo y el perfume que usa. No entiendes a las niñas; a los niños menos aún. Y creces solo, como un trocito de hielo que se desprende del Ártico.

Las revistas lo son todo para ti. Los artículos y las historias que hablan de gentes que viven a millones de kilómetros de distancia. A todos ellos les imaginas desde el cielo visitándoles montado en un avión como el hijo de la esquimal.  La imaginación explota cada vez más con cada paso de página porque las revistas resuman todo lo imposible haciéndolo alcanzable a través de simples palabras y símbolos. ¡Te siento tan feliz creciendo como un niño normal! Cada día viajas tan lejos que te da más pereza volver a mis brazos. Otras veces te distraes perdido en las palabras de los libros. Te veo mover los ojos de un lado a otro como si vivieras en aquel tiempo de las palabras de Camus y su extranjero que no sabía amar, del sufrimiento del Niño que enloqueció de amor de Eduardo Barrios, en las tropelías de Sancho Panza, en el odio de Smerdiakov contra su padre, en el dolor del fin de Doña Bárbara, en el frío del trozo de hielo que Aureliano Buendía conoció de niño, en el muro de Sartre y en las hormigas carnívoras de la Vorágine. Eres capaz de sentir cada palabra de los libros.

Al día siguiente seguiré imaginando cómo sales de casa pronto para ser el primero en presentar el justificante y no hacer educación física. Luego correrás a esconderte a la biblioteca para que nadie vea que te da miedo socializar con el resto de niños. Te esconderás de todos aquellos que te persiguen y te gritan porque eres incapaz de coger un balón de fútbol, incapaz de correr veinte vueltas a la cancha e incapaz de dar una brazada en la piscina municipal. A veces crees que todos esos niños atléticos están predestinados para triunfar menos tú. Hijo, yo sé que vas a triunfar porque tu cerebro funciona, el de ellos es sólo un obstáculo. A veces creo adivinar que te das por vencido y te quedas como estás: delgado, delgadísimo, blanquecino, debilucho, afeminado para darles a todos una gran ventaja hasta el día en que decidas cambiar del cielo a la tierra. Ese día te encontrarías con los mismos niños, ya mayores, todos gordos, calvos, endeudados, infelices y provincianos. Una persona que usa tanto el cerebro y la imaginación no se sentiría vengada; todo lo contrario, se sentiría feliz de hurgar en los ojillos de los que fueron críos un día y cuyo brillo nunca se apagó. Ese sería mi chico.

En la biblioteca encuentras la paz que no te dan los testigos de Jehová. Yo lo entiendo. Yo nunca te quise inculcar nada, a diferencia de otros padres testigos como yo, que se desvivían por controlar las cabecitas de sus hijos. Yo no. Yo quiero que tú decidas tu propio camino cuando quieras regresar.

Creo poder verte al cruzar las puertas de la biblioteca escapando de las aburridas clases porque allí sólo se dedican a memorizar el mundo sin entenderlo. En el aroma de la biblioteca te transportas. Bajas las escaleras de caracol y te pierdes entre las estanterías. La bibliotecaria te da la bienvenida a este nuevo mundo con la solemnidad de quien porta la llama de la sabiduría y la luz. Ella es alta,  muy delgada, enjuta, de cabellos ondulados electrificados, ojos encendidos, labios descascarados, calza zapatos negros brillantes, viste de opaco triste, deshilachada, pero feliz porque eres el primer niño en llegar antes del primer recreo. Te sientas en una mesa pequeñita a los pies de las estanterías y uno a uno los libros van pasando por tus manos: páginas amarillentas de la Guerra del Pacífico, novelas de guerreros metálicos, buscadores de tesoros, islas perdidas, fantasmas góticos, pestes del viejo mundo, viejos atlas kilométricos, antiguos álbumes de fotos de los próceres de la patria, planos de salitreras abandonadas, rostros de aborígenes de pómulos salientes, partituras de canciones e himnos que ya nadie quiere entonar, fórmulas físicas que lo explican todo y biografías de aquellos que desafiaron su tiempo. Luego toca el turno a las revistas: las prohibidas, las contrarias a la Dictadura militar, las que hablan de anatomía humana, las que hablan de sexo, las que hablan de muerte y asesinatos. Todas ellas hablan de las cosas que realmente están sucediendo fuera de los muros del colegio, las que muestran a la gente todo lo asquerosa que puede llegar a ser. Son tus favoritas Apsi y Análisis. Las lees con desesperación quitando de tu camino las revistas para subnormales como Vanidades y cualquier otra que huela a riqueza y bienestar fascista. Toda esa gente no es real, hijo. La fama no es real. Su dinero no es real, son todos castillos en el aire que algún día caerán como montañas de naipes. Reales son los golpes en la cara por pensar distinto, los golpes de la vida, las punzadas en las piernas por venirse arriba, las patadas en la espalda, las costillas rotas, la electricidad, los cortes de cuchilla, el desmembramiento, las uñas colgando del pellejo de los dedos, los ojos encendidos de rabia, los zarpazos, la injusticia, la tortura, el desprecio del dictador para con su propia sangre, las revistas de la izquierda: ¡Esas sí son reales!

A veces, cuando da tiempo antes de las campanadas para irse a casa, coges algún cómic. Hoy es especial porque te has detenido en el primero de ellos que cuenta una historia que no es de superhéroes. Es un cómic mal dibujado y mal narrado, pero muy real. Cuenta la historia de de un chico de un pueblo muy pequeño, al sur de Chile, que vive solo con su madre. Sé que te gusta esta historia por eso siempre que puedo te la recuerdo.

Él es un chico solo, pero que crece sin miedo en aquel pueblo pequeño. Un día el destino le tiene preparado un golpe que le arranca sus años de niñez. De regreso del colegio el niño es asaltado por tres matones que le dan una paliza y le violan en un callejón tantas veces que llega a sentirse como un trozo de carne descompuesta. Le dejan tirado e inconciente. Los matones se largan riendo a carcajadas de haber hecho mujer a la pajarita aquella. El muchacho se levanta maltrecho y camina adolorido por el que una vez fue su tranquilo pueblo. Comienza a llover a cántaros y corre a esconderse a casa porque cree que la lluvia es señal de que el Señor está furioso por lo que acaba de pasarle. Al llegar a casa su madre (la que decía sentirse orgullosa de él) le abre la puerta y le observa de pies a cabeza fríamente. ¿A ti qué te ha pasado?, le pregunta sin poder disimular su asco. El niño enmudece y la madre cierra la puerta de un portazo. El chico se queda de pie, mientras llueve, y golpea la puerta unos minutos hasta cansarse. Nadie abre. Seguramente las mismas vecinas, de las cuales ella siempre se preocupó de no escandalizar, le fueron con el cuento de que habían visto a su hijo “metiéndose” con tres chicos a la vez como si fuera la ramera del Apocalipsis. Y el chico se va por las calles, golpeado, humillado, sintiéndose culpable y sucio. El muchacho no tiene fuerzas ni para pensar en qué hacer ahora con lo que le queda de vida; se siente como si, de un minuto a otro, le dijeran que es el último sobreviviente del planeta y ya no hay nadie a quien pedir ayuda. Y esa angustia, que siente el personaje principal, traspasa las páginas del cómic y se instalan en tu corazón y hacen que te sientas igual de indecente. Imaginas que tú, al igual que el chico aquel, acabarás tirado a la salida de la ciudad mendigando una nueva vida mejor, un nuevo comienzo, una nueva oportunidad a ver si ahora te toca una vida decente que valga la pena vivir, una vida donde alguien te ame. El chico del cómic deja todo lo que tenía, se va a otra ciudad, se busca un trabajo, duerme en la calle hasta que al final logra ponerse en pie. Con el tiempo conoce a un hombre ya mayor que le presta un poco de atención y le da algo de cariño, pero que acaba transformándose en una pesadilla que le roba hasta el alma. Nuestro chico no es tonto: se larga de aquella ciudad llevándose sus ahorros a otro país. Jamás regresa. Es un muchacho con suerte, logra establecerse y conoce algo parecido al amor. La historia del cómic avanza. Han pasado veinte años y el chico, ahora transformado en un hombre nuevo, siente nostalgia y regresa a su tierra, con el que ahora es su esposo, en busca de quien fuera su madre; no por morbo, más bien porque en el fondo nunca se movió del quicio de la puerta (todos estos años golpeando la puerta en sueños, pero nadie abrió). En lugar de su hogar ahora hay una cafetería, en lugar de su barrio, un gran centro comercial, en lugar de la carretera para salir del pueblo a la capital ahora una gran autopista de peaje. De su madre ni rastro. Visita el cementerio y encuentra su fría lápida. Pregunta por ella a quienes andan por allí, pero nadie la recuerda bien. En la tumba sólo unas flores de plástico que parecen haber sido arrastradas por el viento de la tarde. De quienes le atacaron un día ni un rastro. Sólo la extraña sensación de que durante toda la visita le observaban con curiosidad. Él no ha cambiado mucho: entre el chiquillo asustadizo que fue y el hombre seguro que es ahora sólo hay veinte años y una madre muerta. Al subir al taxi que les llevará al aeropuerto oye las únicas palabras que no se llevó el viento: “¡Maricones!”

Siempre te gustó esta historia, por esa clase de justicia póstuma, donde nadie parece victorioso de batalla alguna, justicia tan distinta a la que solías ver en la tele, en la que un final feliz se entendía por una boda entre una chica pobre y un chico rico, como si el dinero comprase la felicidad de los protagonistas. Creciste y llegaste a la pubertad esperando ver en la televisión a todos esos escritores de novelas rosas pedir disculpas por todo el daño hecho a generaciones y generaciones de mujeres ociosas e ignorantes.

Tocan la campana para irse a casa y la bibliotecaria ya está de pie junto a tu mesa azuzándote para que te vayas a casa y regreses mañana, que debes dejar descansar el cerebro, pero tú poco caso. Te llevas algunas revistas de corte magazinesco, amarillistas, de sucesos, para descansar de los clásicos y las injusticias sociales. Caminas feliz por la calle, casi de noche porque es invierno, junto a la fachada del hospital de la Avenida Argentina, para colarte por Urgencias y pedir jeringuillas para operar a los caracoles del parque. Te ibas feliz cruzando el puente colgante que comunicaba al Hospital Materno y te detenías embobado observando, a través de los cristales, los frascos con fetos que parecían decirte que si hubiesen nacido ellos correrían más rápido por las calles que tú. Sales corriendo a la calle y te detienes ante las columnas del hospital. ¡Son tan bellas! Te sientes diminuto y te crees transportado en el tiempo a la vieja Atenas. Das gracias a quien te haya llevado a aquel tiempo besando la piedra de las columnas. Cruzas de improviso la calle esquivando los coches dando saltitos torpes por el peso de la mochila cargada de revistas. En la esquina ves el gran castillo coronado por una virgen de metal que nadie ha podido liberar. ¡El Corazón de María! Te sientes feliz y llegas a la esquina dando brinquitos hasta detenerte junto a los muros de la Iglesia, los mismos muros que te han visto crecer a ti y a todos los niños de la ciudad y sabes que, lo que estás haciendo en este momento, ya es historia. Historia de la buena. En alguna parte del mundo alguien estará sentado frente a unas hojas en blanco hablando del muchachito que cargaba la mochila de revistas de sucesos y echaba a volar la imaginación mientras regresaba a casa. Cuando llegues, apenas meriendes y me des un beso, te meterás bajo las sábanas a leer hasta quedarte dormido y soñar que el mundo está en blanco y tú pintas sobre él.

Todavía estás a mitad de camino de casa. En tu cabeza portas un ser diminuto que vive frente a un cuadro de mandos y te acciona como si fueras un robot gigante. Caminas haciendo con la boca el ruidito de un robot desvencijado que poco a poco va cogiendo velocidad hasta despegar hasta la siguiente esquina, donde se detiene, ante el paso de una nave nodriza de cuatro ruedas. Cruzas la calle y te giras. Ante ti el castillo fortaleza de tu archi enemigo invisible: Dios y su séquito de murciélagos chupasangres. El hombrecito que te dirige acciona el turbo y sales disparado hacia el parque de calle Orella saltando los agujeros como si fueran cráteres lunares. En el parque te detienes y respiras bajito. Estás en un país rodeado de selvas infranqueables coronado por un volcán donde van a morir las chicas vírgenes que aplacan la furia de los dioses. Las vírgenes salen de los matorrales con el jumper pegoteado de ramitas y flores, acompañadas de sus captores. Allí se esconde el altar de sacrificios y en esta ciudad corrupta nadie hace nada. Sigues corriendo por Avenida Argentina en dirección norte y las casas se transforman en naves espaciales transparentes donde eres capaz de ver a sus ocupantes. Todas las naves se escapan hacia otras tierras huyendo de algún mal que se oculta en los cerros de piedra. Un grupo de niños, mayores que tú, pasa raudo por tu lado e imaginas que son animales en cautividad y que ahora han sido liberados. Corres intentando darles alcance pero no eres capaz. Son como gacelas. ¿De qué escapan? De pronto un intenso olor a mar invade al hombrecito que llevas en la cabeza y los controles comienzan a fallar. Te falta el aliento y las turbinas son incapaces de recuperarse a niveles normales. Caminas cansado. Queda poco combustible, pero eso no es impedimento para la imaginación. Decides que una chocolatina comprada en el kiosco de la esquina será suficiente y los niveles vuelven a subir.  Ya estás preparado para una nueva aventura: los ojos te brillan. Por la gran autopista de la calle de alquitrán ahora desfilan pegasos alados que, ante tanto tráfico, deciden elevar el vuelo con sus pasajeros a bordo hacia la luna. ¡Esa gente no quiere ir a la luna!, les gritas, pero nadie te oye.

Los cristales de las ventanas rotas a pelotazos, las viejas paredes de las casas del ferrocarril, los jardincitos semi secos, la placita de Maipú junto a la línea del tren ¡Todo! ¡Todo es ahora una gran metrópolis barroca! Las estatuas desmembradas, sin cabeza, ralladas, vuelven a la vida transformadas en hermosas afroditas, en guerreros y en crueles villanos. Los muros del parque, que está frente a las líneas del tren, son ahora grandes fortificaciones cubiertas de verdes algas como si de fortalezas bajo el mar se tratase. Las viejas palmeras son armas teledirigidas hacia el palacio de un peligroso villano que vive tras los cerros protegido por grandes gigantes de roca pirita. Son gigantes esclavizados. Allá, en el sur, por la salida de la ciudad, yace un gigante que osó desafiar a su amo y acabó sus días sepultado bajo las arenas del desierto con un único rastro de vida que es su mano de piedra que sobresale de la superficie. Es un gigante de piedra, sabes que está vivo y que pronto sus propios compañeros rescatarán cuando se liberen del yugo del cruel señor de los cerros.

Todo este mundo es tu ciudad: un mundo donde es posible ser indestructible y que el destino de la humanidad descansa en las manos de un niño con mucha imaginación. Un niño capaz de bajar incluso a los infiernos a liberar a los que hayan caído en él. Dorados eunucos de cabelleras rubias, guerreros que salvaban príncipes y princesas, leones de metal que recorrían las calles del palacio del villano, gigantes de piedra esclavizados, ejércitos de elefantes blancos que desfilan por la orilla del mar, cometas que surcan el cielo con mensajes de rescate y estatuas vivientes que vivían en las orillas de las líneas del tren que vivían para beber aquel elixir de alcohol que les mantenía vivos ¡Ése era tu mundo subyugado ante el villano dictador! Y hoy harías historia porque habías decidido liberarlo. Corres plantando cara a los cerros de tierra y roca y gritas a los gigantes esclavos que despierten y luchen por su libertad. Corres hasta que la tierra tiembla dando paso a un extraño tren que lleva en su interior a un único pasajero ¡El villano dictador ha huido en él! ¡Los gigantes de roca de los cerros se han despertado! Han oído tu llamada y se desperezan apoyando sus manazas de piedra sobre los muros del castillo del tirano y los tiran. Los gigantes se ponen de pie, todos juntos (uno de ellos lleva un ancla gigantesca pegada al pecho) levantan las piernas y dan grandes zancadas hacia el mar, libres. El villano ha huido y jamás volveremos a saber de él. Esta tierra es libre desde hoy en adelante. Los gigantes se han sumergido en el Océano Pacífico. Los observas desde lo alto de la calle Maipú, en la circunvalación, toda la extensión del mar.

No es bueno crecer viendo el océano, como creciste tú, porque siempre anhelas irte lejos, a otras tierras, donde tus pasos no dejen huella, donde te convenzas que eres realmente feliz. ¿Habrá un Macondo para ti, hijo? ¿Habrá un pueblo blanco mediterráneo donde tus huesos por fin descansen? ¿Alguna ciudad visitada sólo por el viento? ¿Una metrópolis que sólo albergue tus sueños? ¿Un camello que te guíe, bajo las estrellas, a un pozo de agua? ¿Habrán, para ti, unos ojos que mires y te hagan sentir en casa? ¿Habrá un sitio para ti? ¿Estoy yo en tu imaginación?

Y pasarás por tierras que jamás soñaste conocer. Tu imaginación te llevará donde los almuecines llaman a la oración, donde te alimentes de sal, raíces y agua, donde tu espina dorsal crezca fuerte como una columna visigoda más alta que la torre de Babel, y tu voz se multiplique por el cántico de océanos de ángeles. En ese lugar quiero estar yo. Ese lugar construido por tu imaginación.

Tanto soñaste, tantos kilómetros lejos de casa que, un mal día, no regresaste. Hoy se cumplen cinco años desde que vengo a contarte historias. Ya no eres un niño, eres un adolescente marchito, postrado en cama, víctima de un atropello de coche. Yo ya no soy el padre fuerte que te esperaba en casa mosqueado porque siempre te distraías por el camino. Ahora soy un viejo antes de tiempo que lee los libros y las revistas que te gustaban para mantenerte vivo conmigo. Hijo, voy a estar contigo mucho tiempo; si no es aquí en este mundo lleno de injusticias y falto de sueños, será en el mundo que has construido en tu imaginación, en esa cabecita loca llena de gigantes que se escaparon libres hacia el mar.